Hay días y días

Hay días silencio. Días de guardar y resguardarse; de negarse a todos y de darse a sí; días de recogerse y abrazarse. Días de caminar con sigilo; de intentar volverte invisible y casi conseguirlo, tratando de no perturbar ni al aire al rededor tuyo, mio; de respirar quedito, escuchando cómo entra y sale la vida. Días de sentir cómo va deteniéndose, poco a poco todo, absolutamente todo, primero algo dentro de ti, luego al rededor tuyo. Todo se detiene, la casa que habitas y que llamas cuerpo, cada célula y su metabolismo, los lugares que transitas y todo lo que tocas, incluso sólo con la mirada. Lo mismo se detiene la sangre que corre por las venas de todos los mamíferos que la savia de todos los insectos, las bacterias y los árboles, arbustos y yerbas. Se detienen las vibraciones de las moléculas del agua, de las piedras, los cristales, y de todo lo mal nombrado «inanimado». Se detienen las máquinas, las placas y el mismísimo magma por debajo de la Tierra. Y también los planetas y sus lunas y los asteroides, los astros y la luz que emana de toda las estrellas se detiene… y las galaxias… y así, de pronto, sentir que se ha detenido el universo entero. SILENCIO TOTAL Y ABSOLUTO. Y sientes como si un gran precipicio se abriera frente a ti, pero es sólo por un micro-macro-nano-mega-giga segundo, para luego recomenzar el movimiento que todo lo mueve y todo lo hace palpitar, pero ahora en sentido contrario. Como un armatoste gigantesco, colosal, desmesurado que ha venido deteniéndose por largo tiempo hasta este punto de reinicio.

 

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